Thursday, November 9, 2017

Las confusiones de Javier Milei: Los impuestos laborales ¿quien los paga? ~ Finanzas y desarrollo

Las confusiones de Javier Milei: Los impuestos laborales ¿quien los paga? ~ Finanzas y desarrollo



En el mercado de trabajo típico, si las curvas de oferta y demanda de trabajo no son horizontales o verticales, el impuesto recae sobre ambos trabajador y productor. Esto se ve en un curso de Eco 1 en cualquier universidad.

Friday, January 22, 2010

pasaron 3 a~os del primer post. tanta agua bajo el puente.
13 kilos mas (que ya me sacare de encima, muejeje), y siento que he crecido.

creo que por fin, luego de un largo tiempo estoy sacando la cabeza fuera del agua. nadando, nadando y tratando de llegar a alguna costa estuve todo este tiempo. como una maria magdalena cibernetica riego a los cuatro vientos, en cadencias de lagrimas, sangre y fastidio.

lagrimas que a veces vienen, como cuando murio Mercedes. Cosa rara, que yo me encarin~ara asi con la Sosa. Ideologicamente eramos distintos, pero me acuerdo esa noche donde, aferrado a youtube en mi casita de Berlin me la pase a puro kleenex y videos de la Negra.

Sangre no ha corrido. Siempre ha parecido correr, pero salvo un corte accidental, de puro torpe, al cocinar, nada he sangrado. Sangre he dado a mis vampiros, esas enfermeras en busca de
saber o bien que es lo que me pasa, o buscar que el seguro social les pague por mi practica medica.

Fastidio. Porque me canso, a veces hasta el hastio, de la monotonia de los dias a los cuales solo puedo descubrirles sus grises. Fastidio de hacer todo a medias. Que nada este siempre perfecto.
Porque yo soy, a veces, una version barata de Bree van de Kamp -la obsesiva de Desperate Housewives. Barata porque no me da para una casa de suburbios, un piso reluciente, una cabellera rojiza o una obsesion por la apariencia. Barata porque lo que hago a medias es mi vida. Ni mi casa, ni mi piso, ni mi pelo. Mi vida es una sucesion de medias.

Thursday, January 11, 2007


Una de las personas con las que pasaria una tarde charlando es Alejandro Kuropatwa. Lastima que no esta vivo, pero fue un artista como pocos. El otro dia encontre una nota en un Pagina 12 viejo, donde Kuropatwa despliega su sarcasmo (? realismo ?) sobre una muestra de fotos de mujeres ilustres que estaba por preparar en 1998. Y dice

"En el ‘97 estuve seleccionado para el premio Palermo con una de las fotos de Cocktail. En la muestra de esas fotos seleccionadas, en el Museo Nacional de Bellas Artes, había muchísima gente y ni una silla. Como no puedo estar mucho tiempo parado, y en esos eventos sólo quiero ver las fotos, me molesté y me fui. A la salida, en plena escalinata, me agarró una mujer de ésas muy teatrales, al grito de “Ay, Kuropatwa, cómo te quiero”, y besos y abrazos. Nunca supe quién era, y juro que no quiero averiguarlo, porque no la quiero tener en casa. Pero lo importante es que en ese momento veo unos zapatos verdes, y voy levantando la cabeza sigilosamente, y me encuentro una pollera muy floreada. Ya llegando a la altura de la cintura, veo una cartera haciendo juego con los zapatos verde brillante -en una inusitada combinación de charol, entre loro y manzana- y sigo levantando la cabeza y veo un gran escote y un collar de no sé qué mierda. Y sigo levantando la cabeza y me encuentro con un peinado más grande que todo lo que había visto hasta entonces: un María Antonieta a las siete de la tarde. La otra mujer, después de los gritos, me dice: “Te presento a Norma Cuenca”. Claro que yo ya la conocía, de hace muchísimos años, de aquellos tiempos en que la cosa venía de copas, en el barco del padre. La había visto una vez, parada en la explanada que llevaba al barco, con tacos aguja de diez centímetros y escoltada por su peluquero.
A todo esto, la Alianza Francesa me había pedido un proyecto, y yo había sugerido hacer comida francesa típica -no esa nouvelle cuisine que pasa por francesa, sino cocina en serio- con proyecciones de las recetas paso a paso en español. Pero los costos eran altísimos. Ahí se me ocurrieron estas fotos. Después de la muestra con Pata Villanueva en el Rojas, quería seguir retratando mujeres. Graciela Fernández Meijide con sus ojeras ya no me interesaba. Prefería fotografiar a las damas de gala del Colón, esas de catálogo Cartier, que siempre actúan como primeras damas, sean ricas o ya no lo sean más. (..) Primero me encontré con Esther Pinto, en la confitería Dandy. Ella entró llena de alhajas, con un tailleur tipo Chanel y botones tipo de oro, y hablaba de irse a un lugar tipo la Polinesia: todo tipo trucho. Bajita, mucho rulos y llena de pulseras: tipo arbolito de Navidad. No podía fotografiar eso: era too much. Así que la siguiente fue la señora Aída Schneider, en la que me detendré quizás al final de esta nota. Aída es mi favorita. Es la suma de todas las partes. Encarna el espíritu de la muestra.
Me recibió una mañana en su departamento. La mañana es a eso de las doce, porque de seis de la tarde hasta la madrugada juega al bridge. Su piso queda, por supuesto, sobre Libertador. El departamento es absolutamente francés, y donde debería haber obeliscos de cristales, los hay. Y donde debería haber huevos de cristal y ánforas de cristal y cortinados verdes de seda pesada, los hay. Y unos Pettoruti increíbles y unos Figari impresionantes mezclados con unos jarrones chinos del año Ming. Entre todo eso apareció Aída -viuda, por supuesto, y a la que jamás le pregunté ni le preguntaría su edad-, con unos zapatos de Fendi medio gastados, un cashmere y las primeras perlas negras que vi en mi vida. Con Aída aprendí a hablar de tú: “¿Tú qué deseas tomar, Alejandro?”. Pidiera lo que pidiera, Aída apretaba un botón y aparecía una mucama con uno de esos vasos que da pavor romper. Yo me había puesto el único traje azul que tengo, para presentaciones y otros eventos (y acerca del cual Aída no opinó, aunque no pudo dejar de criticarme la corbata). Esa mañana me di cuenta de lo fascinante que es una mujer que hace lo que quiere. Una mujer que dice: “Ya no hay sirvienta que trabaje como la gente”, después de que la sirvienta entrara a decir que la mesa estaba servida. Una mujer a la que nunca pude decirle “Tienes razón” o “No tienes razón”. Porque, antes de opinar, ella ya dio un timbrazo.
Le pregunté si tenía capas. Tocó un timbre y dijo “capas”. Apareció la sirvienta cargada de colores Dior. Mientras ésta desplegaba las capas sobre los sillones de terciopelo bordados en oro, Aída me preguntaba: “Mi querido, ¿no piensas que le quedan mejor sobre los sillones que sobre mí?”, me contaba que había sido maestra en Quilmes. Eso va mucho más allá de lo paquete y de lo chic. Durante la charla, le di a entender que me fascinaban las esmeraldas. Aída se dio vuelta y empezó a sacar pañuelos de seda de un vaso del año del pedo, mientras me decía: “Me ha dicho Cecilio Madanes que eres muy sensible, Alejandro, así que por favor no te desmayes”. Entonces se da vuelta, como el ¡shock! de Susana pero sin ser así de ordinaria, y dice: “Mi querido, estás viendo ochenta quilates en cada oreja”. Lo primero que pensé fue: a la mierda, ochenta quilates de esmeralda, más los brillantes que tiene puestos, son como quinientos mil dólares.
Las fotos hubo que tomarlas en mi estudio, porque me despertaba sencillamente espanto pensar en enredar mis cables y romper una porcelana Ming. ¿Cómo se la repongo a la pobre Aída? Ese día me invitó a almorzar albóndigas con puré y me pidió que le consiguiera una plancha cuando fuera al estudio. La tendrían que haber visto a Aída arrodillada, haciendo ir y venir la plancha sobre las capas, planchando como una diosa, mientras yo seguía con los ojos el movimiento pendular de los 160 quilates. Sobre el espejo del estudio eché un spray transparente para que no se pudieran ver demasiado nítidas. Pero Aída no se lo creyó. Se maquilló ella misma “con turquesa, para que los ojos suban”.
Una vez le pregunté a un psiquiatra qué les pasaba por la cabeza a estas mujeres, que parecen no concebir la palabra angustia. El psiquiatra me contestó: “Deben ser prosaicas”. Y me explicó que a esa edad se les da Prozac, que las deja como flotando sobre una alfombra todo el día.
Hubiera sido fantástico ver a alguna de estas señoras en un tapado de piel de gorila, ¿no? No pudo ser. A la madre de Cecilia Z -que es mucho más inteligente e infinitamente más bella que la hija-, era imposible encontrarla en Buenos Aires, salvo en alguna fugaz conexión en Ezeiza o durante las noches de Mozarteum. A Amalita la descarté. Primero porque las fotos se expondrían en la Alianza Francesa: y, a esta altura, además de ser la presidenta, ella es la Alianza. Y segundo, porque trabaja. Estas otras mujeres no. Amalita, como Mirtha, como Ernestina Herrera de Noble, son unas plebeyas. Se prostituyen. Laburan. Aída, a lo sumo, va alguna tarde al Museo Fernández Blanco. Aída es única."